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Austeridad, segunda parte

Ana Pastor felicita a Mariano Rajoy tras ser investido presidente del Gobierno

Lina Gálvez

El sábado 29 de octubre, el Congreso de los diputados invistió a Mariano Rajoy como Presidente del gobierno y horas después cambiábamos la hora para hacer los días más cortos y las tardes más oscuras. Una buena metáfora de lo que vuelve a venir: la mal llamada austeridad que en esta segunda ronda vuelve a ser oscura y taimada. Por cómo oculta su verdadero significado y por la naturaleza de los efectos que provoca.

Las políticas de austeridad engañan de entrada con su propia denominación. No ponen en marcha una auténtica y necesaria austeridad sino que usan ese término para culpar indebidamente a quien no ha provocado lo males que sufrimos. En realidad, son una versión actualizada de las viejas políticas deflacionistas que vienen desarrollándose sobre todo desde los años ochenta como soporte de la respuesta neoliberal a la gran crisis estructural que se desencadenó en las economías capitalistas, incluso ya antes del comienzo de los años setenta del pasado siglo. Se trata de políticas que buscan la devaluación salarial, el fomento de las privatizaciones, y la reducción del gasto social pero que son todo lo contrario de austeras a la hora de ayudar y rescatar a la banca y a las grandes empresas.

Se les llama de austeridad queriendo recordar los esfuerzos colectivos que hicieron muchas personas en la postguerra de la Segunda guerra mundial para sacar adelante en común a sus países de una situación de destrozo y depresión. Pero, aunque la Gran Recesión ha sido una crisis profunda y dolorosa, las situaciones no son comparables. Lo que hoy día hay detrás del término austeridad es una estrategia orientada a traspasar la responsabilidad de la crisis del sistema financiero y político a la ciudadanía. Se le hace responsable del “exceso” y del despilfarro previo y de esa manera se justifica que sea quien deba pagar las consecuencias de las “imprescindibles” soluciones en forma de recortes de gastos sociales y más privatizaciones.

Y la austeridad es oscura y taimada porque además de las consecuencias visibles y previsibles tiene otras escondidas e incluso imprevisibles. Ya hemos visto que no solo no saca a las economías de la crisis sino que genera nuevos episodios de recesión y que no reparte, como se dice, las cargas, sino que genera una gran concentración de la riqueza y del poder. Hemos comprobado que las políticas de austeridad dejan a grandes capas de la población excluidas del sistema, que dinamitan los posibles ascensores sociales como la educación pública, que frenan los avances en igualdad, y muy en particular la igualdad de género pues, al recortar principalmente el gasto social, las mujeres se ven especialmente perjudicadas como principales usuarias de estos servicios, como principales empleadas y sobre todo como sustitutas “naturales” al trasladarse a las familias la responsabilidad sobre la provisión de los servicios que ya no se proveen, o que se han encarecido o deteriorado. Y en algunos contextos, como han escrito David Stuckler y Sanjay Basu, en su libro Por qué la austeridad mata. El coste humano de las políticas de recorte, esas políticas no solo son incompatibles con el bienestar y la dignidad de las personas sino incluso con la vida a causa de los recortes en sanidad y el deterioro alimentario o habitacional que en muchas ocasiones lleva a la desesperación que acaba en suicidio.

Pero también hay otras consecuencias políticas menos previsibles. Ya Mark Blyth en su libro, Austeridad. Historia de una idea peligrosa, contaba algunos ejemplos históricos que trajeron mucho sufrimiento a millones de personas, como la llegada de Hitler al poder, al ser el partido nazi el único que se oponía a la política económica austeritaria que se había impuesto en Alemania durante la Gran Depresión de los años treinta. O, en esa misma época, la de los generales japoneses - mediando el ajusticiamiento del gobernador del Banco central y del Ministro de economía-, que impondrían a partir de ese momento la maquinaria de guerra nipona previa al estallido de la Segunda guerra mundial.

También ahora empezamos a tener consecuencias que al inicio parecían imprevisibles.

En estos días se acaba de publicar un estudio de investigadores de la Universidad de Warwick que muestra  cómo la austeridad, y no la inmigración, es la razón principal por la que las y los británicos votaron mayoritariamente por el Brexit (Sascha O. Becker, Thiemo Fetzer y Dennis Novy, “Who Voted for Brexit? A Comprehensive District-Level Analysis”). Un informe silenciado por parte de los grandes grupos de comunicación que son una pieza clave del engranaje austeritario, y que en cambio, han preferido jalear la peligrosa causa migratoria.

En España llevamos dos años alejados de las políticas de austeridad, primero por el ciclo electoral y segundo por la bola extra que ha supuesto estar un año con un gobierno en funciones que no podía aprobar nuevos presupuestos ni poner en marcha los recortes que se nos exigen desde Bruselas para cumplir con el déficit, y las reformas estructurales. Y, como era de esperar, la economía ha mejorado. Pero, en lugar de tomar nota de la realidad y enfrentarnos con decisión a la cerrazón fundamentalista de Bruselas, volvemos a ponernos en manos de los austericidas.

A partir de esta semana, el nuevo gobierno del PP, con el apoyo de Ciudadanos y la connivencia de la gestora del PSOE, comenzará a poner en marcha una segunda fase de políticas austericidas. Traerán consigo las consecuencias que eran previsibles desde el principio y quizá también otras que no lo eran, como la desconexión catalana. Entre torpezas y servidumbres (cada día más indisimuladas e indisimulables) a los grandes grupos de poder, los dirigentes de los partidos mayoritarios se disponen a ponernos de nuevo a la vera del precipicio.

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